Conspiración golpista de 1936 para niños
La conspiración golpista de 1936 fue la trama insurreccional que condujo al golpe de Estado de julio de 1936, el cual dio inicio a la guerra civil española. Aunque cuenta con antecedentes anteriores a febrero de 1936, la conspiración comenzó tras conocerse el triunfo del Frente Popular en las elecciones. Desde el primer momento estuvo protagonizada por una parte del Ejército, aunque contaba con una trama civil de apoyo y aliento integrada por los monárquicos alfonsinos, los carlistas y los fascistas de Falange Española de las JONS, a la que también se acabó sumando la «accidentalista» CEDA. Su objetivo era derrocar el gobierno del Frente Popular y, con este, el sistema parlamentario, e instaurar en su lugar una dictadura militar.
Según Julio Aróstegui, «la sublevación fue una iniciativa y un movimiento militar que, no obstante, como siempre ocurre, contó con apoyos, connivencias e incitaciones procedentes del mundo civil, y no solo de sus instancias políticas», con lo que descarta que la sublevación fuera un «movimiento cívico-militar» (término que fue utilizado con frecuencia por el bando sublevado y en la Carta colectiva de los obispos españoles con motivo de la guerra en España). Otros historiadores coinciden con la tesis de Aróstegui. Eduardo González Calleja afirma: «Fue el Ejército, o al menos una parte de él, quien acabó tomando la iniciativa y aglutinando en su seno las diferentes vías conspirativas militares y los proyectos insurreccionales civiles, que hubieron de plegarse a un plan subversivo y de reorganización del Estado formulado bajo parámetros casi exclusivamente castrenses, que en principio no iban mucho más allá de la organización de una dictadura militar en un régimen temporal de excepción». «En la primavera de 1936 el Ejército no aceptó otra dirección política que la suya misma», insiste Aróstegui. Así pues, como afirma Francisco Alía Miranda, «la conspiración no fue, en su origen, una empresa de partidos políticos, de organizaciones civiles o grupos de presión, conjurados para un asalto al poder utilizando como instrumento a las Fuerzas Armadas». Gabriele Ranzato sostiene una posición similar: «Mola y los demás, si bien confiaban en una acción de apoyo de sus militantes [de los partidos de derechas] en el momento crucial, no pensaron en implicarlos en lo más mínimo en la conspiración, que debía concretarse como una operación dirigida exclusivamente por el ejército, y a la que seguiría, en caso de éxito, un régimen, más o menos provisional, de carácter esencialmente militar. Esto no quiere decir que los líderes de la derecha ignoraran las tramas golpistas».
Es cierto que los conspiradores militares mantuvieron contactos, «más o menos estrechos y continuados», con los grupos políticos de derechas no republicanos ―la Comunión Tradicionalista, Falange Española de las JONS, CEDA, Renovación Española y Acción Española, al menos―, pero la organización civil propuesta inicialmente por «El Director» del golpe, el general Mola, que iría paralela a la organización militar, nunca llegó a existir como tal, aunque hubo dos grupos políticos, Falange Española de las JONS y Comunión Tradicionalista, que aportaron sus milicias, pero siempre subordinadas al mando militar. Este hecho ha sido subrayado por José Luis Rodríguez Jiménez: «los militares coincidían en muchos planteamientos con las directrices de los partidos de la derecha pero no se pusieron al servicio de ninguna organización o programa concreto; no estaban vinculados directamente a las organizaciones de la derecha radical y mucho menos aún al fascismo. Creían firmemente que solo ellos podían resolver "la situación", es decir, salvaguardar los intereses conservadores y restaurar la "ley y el orden", impedir la desintegración nacional y combatir una supuesta revolución social inminente de signo comunista provocada por agentes exteriores».
En cuanto a lo que pretendían llevar a cabo los sublevados cuando se hubieran hecho con el poder nunca estuvo del todo claro, pues entre ellos «no había unidad de criterio sobre los objetivos constructivos del golpe». Por esta razón el general Mola no quiso comprometer el sentido político de la rebelión, más allá de establecer lo que él llamó una «dictadura republicana» (su propuesta quedó plasmada en el documento «El Directorio y su obra inicial» del 5 de junio). Pero lo que sí que está claro, según Julio Aróstegui, es que lo que se planeó iba mucho más lejos del pronunciamiento clásico pues la sublevación pretendía (y acabaría consiguiendo) «detener toda obra política y social que pudiera alterar de forma significativa el orden de la propiedad, la preeminencia política, la hegemonía ideológica de la Restauración canovista, vehiculando esta pretensión a través de instrumentos políticos que rechazaban de plano el liberalismo democrático». El punto de vista de Aróstegui es compartido plenamenente por José Luis Martín Ramos.
Para Pilar Mera Costas, «la insurrección fue el resultado de un proceso complejo, formado no por una sino por varias líneas conspirativas trenzadas, lideradas por el entramado militar, pero con la colaboración, el apoyo y la connivencia de los principales grupos políticos de las derechas». Por su parte Stanley G. Payne considera que fue «una conspiración de gran envergadura, compleja y con divisiones internas, cuya maduración fue larga. Algunos jefes militares comenzaron a conspirar en cuanto se conoció la victoria electoral del Frente Popular».
Contenido
- Antecedentes
- La conspiración de los monárquicos del «14 de abril» a «La Sanjurjada»
- Las consecuencias del fracaso de «La Sanjurjada» del 10 de agosto de 1932
- El acuerdo con la Italia fascista de marzo de 1934
- El conato de golpe de Estado de octubre-noviembre de 1934
- La relativa paralización de la conspiración: Gil Robles, ministro de la Guerra (mayo-diciembre de 1935)
Antecedentes
La conspiración de los monárquicos del «14 de abril» a «La Sanjurjada»
Las derechas monárquicas empezaron a conspirar contra la República desde su proclamación el 14 de abril de 1931. Lo que es objeto de debate es si el complot comenzó a gestarse ese mismo día. Alfonso Bullón de Mendoza constata que efectivamente en la mañana del 14 de abril se reunieron en el despacho del conde de Guadalhorce los dirigentes de la Unión Monárquica Nacional —todos ellos, como el propio conde, líder del partido, o José Calvo Sotelo o José Yanguas Messía, exministros de la dictadura de Primo de Rivera—, pero el objeto de la misma fue ofrecerse al Gobierno del almirante Juan Bautista Aznar «para fortalecer su resistencia» en su propósito de sostener la Monarquía a pesar del triunfo en las ciudades de las candidaturas republicanas en las elecciones municipales celebradas dos días antes. Acordaron proseguir la reunión por la tarde en casa del conde de Guadalhorce, pero esta, según Bullón de Mendoza, no tuvo lugar porque ya no tenía sentido en cuanto se conoció que el rey Alfonso XIII había decidido abandonar España. Sin embargo, según contó Eugenio Vegas Latapié en 1941, él mismo, el marqués de Quintanar y Ramiro de Maeztu se presentaron en casa del conde de Guadalhorce, y allí se encontraron con José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, y con significados políticos de la dictadura de Primo de Rivera, como Yanguas Messía (sobre si también estaba Calvo Sotelo el relato de Vegas Latapié es contradictorio). Allí conocieron la noticia de que el rey se expatriaba y Vegas Latapié propuso entonces «fundar una escuela de pensamiento contrarrevolucionario a la moderna, que dotara a nuestros prohombres políticos... de la fe que les faltaba y de las razones que justificaran lo que de bueno había en ese régimen secular [la Monarquía]». Bullón de Mendoza admite la posibilidad de que «los mencionados personajes, sin Calvo Sotelo, se llegasen a reunir en la casa citada».
Ángel Viñas sostiene una versión completamente diferente pues afirma que el encuentro en casa del conde de Guadalhorce fue la primera reunión conspirativa de los monárquicos, ya que allí se habló de la creación de un partido cuyo fin sería derrocar a la República que se acababa de proclamar y también se discutió del «nervio de la guerra»: las finanzas. Lo cierto fue que por temor a que se les exigieran responsabilidades por su participación en la dictadura de Primo de Rivera, la mayoría de los exministros abandonaron esa misma tarde Madrid con destino a Portugal, entre ellos Calvo Sotelo. Todos ellos serán furibundos antirrepublicanos. Para José Yanguas Messía, el 14 de abril fue un «día aciago para España» porque ese día se «consumó la gran traición a España, decretada por las logias masónicas y por el Kremlin de Moscú», con el objetivo de destruirla «en su cuerpo y en su espíritu, entregándola a las fuerzas disgregadoras y corrosivas del separatismo político y el comunismo marxista».
Pocos días después Juan Ignacio Luca de Tena, director y propietario del diario monárquico ABC, viajó a Londres para consultar con el exrey Alfonso XIII la formación de un comité electoral monárquico y para informarle de las actividades de los monárquicos en España. Al mismo tiempo realizó una entrevista periodística al exrey que publicó su diario. En ella, se ofreció la imagen de un rey patriótico y sacrificado, que ponía el bien de su país por encima de las formas de gobierno y pedía a los monárquicos que se organizaran para participar en la vida pública, incluso apoyando al gobierno «en todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de la Patria». Al final de la entrevista el diario ABC hacía una expresa declaración de principios monárquica: «ABC permanece donde estuvo siempre: con la libertad, con el orden, con la integridad de la Patria, con la Religión y con el Derecho, que es todavía decir, en España, con la Monarquía Constitucional y Parlamentaria». Esta declaración fue seguida de un llamamiento «A los monárquicos españoles» publicado en el diario el 8 de mayo en el que se pedía que los simpatizantes con la monarquía se inscribieran en el Círculo Monárquico Independiente, cuya finalidad era coordinar todas las organizaciones monárquicas de cara a las elecciones constituyentes y que acudieran el día diez a la constitución de su comité ejecutivo.
Por esas mismas fechas de principios de mayo tuvo lugar una nueva reunión de los monárquicos, en esta ocasión en el palacio del marqués de Quintanar, a la que por primera vez asistieron militares (los generales Luis Orgaz y Miguel Ponte y el comandante Heli Rolando de Tella). También acudieron el periodista Juan Pujol, director del diario filofascista Informaciones y hombre de confianza del financiero Juan March, y otros notables monárquicos como el conde de Vallellano, Julio Danvila y Santiago Fuentes Pila.
Tras la quema de conventos de los días 10-13 de mayo ―«el primer conflicto de orden público grave que hubo de enfrentar el régimen republicano»― más civiles y militares se sumaron a la conspiración como el general José Cavalcanti, el coronel José Enrique Varela o el oficial del Cuerpo Jurídico-Militar Eugenio Vegas Latapié. También se incorporó el marqués de Villores, jefe de la Comunión Tradicionalista, que falleció al año siguiente siendo sustituido por el conde de Rodezno. Fue entonces cuando «la subversión monárquica comenzó en serio» al nacer «la primera trama complotista, conectada directamente con el pronunciamiento del 10 de agosto de 1932». En poco tiempo consiguieron recaudar más de un millón y medio de pesetas. En estas tramas conspirativas los militares desempeñaban un papel subordinado pues estaban supeditados al plan político diseñado por los monárquicos, cuyo comité de dirección, encabezado por el exministro Juan de la Cierva y Peñafiel y por los generales Orgaz y Ponte, estableció su sede en la localidad vascofrancesa de San Juan de Luz, donde también fijaron su residencia muchos exiliados monárquicos y miembros de la aristocracia y de la alta burguesía opuestos a la República. Sin embargo, en el primer intento serio de golpe de Estado («La Sanjurjada» de agosto de 1932) la iniciativa fue de los militares.
Para la justificación ideológica de lo que se proponían hacer los monárquicos fundaron meses más tarde, por iniciativa de Vegas Latapié, la revista Acción Española, respaldada por una sociedad cultural del mismo nombre, que tomó como modelo l’Action Française. Su principal ideólogo fue Ramiro de Maeztu. El intelectual reaccionario José Pemartín reconoció en plena guerra civil española que el propósito de la revista fue crear «la atmósfera favorable para la acción decisiva». Un papel semejante lo desempeñó el periódico subvencionado por los monárquicos La Correspondencia Militar, que aglutinó a todos los militares descontentos y en cuyas páginas se defendió que el Ejército era «el eje férreo que sostiene el cuerpo de la nación» o «el último baluarte de una sociedad que se resquebraja», además de adular con frecuencia al general Sanjurjo, entonces director general de la Guardia Civil. La revista respondía a la cultura ultranacionalista, conservadora, y en ocasiones reaccionaria, que predominaba en el Ejército español, muy celoso en la defensa de su autonomía frente al poder civil y que se autoproclamaba leal a la «nación» ―que identificaban con sus propios valores e intereses―, pero no al Gobierno o a la República. La ambiciosa reforma militar de Manuel Azaña no consiguió «republicanizar» al Ejército, pues «dentro del cuerpo de oficiales permaneció un nutrido grupo de militares no afines al régimen, abiertamente hostiles o que fueron avanzando progresivamente hacia el rechazo, disgustados por la pérdida de su autonomía de decisión respecto al poder civil y por la sucesión de acontecimientos que consideraban un ataque a la nación», el principal el Estatuto de autonomía de Cataluña de 1932.
Los monárquicos alfonsinos buscaron la colaboración con los carlistas quienes también se estaban preparando para derribar la República ―la primera reunión conspirativa había tenido lugar el 14 de junio en Leiza donde se habían congregado los integrantes del Comité de Acción creado en París el año anterior por el pretendiente don Jaime; pocos días después se decidía la reorganización del Requeté como fuerza insurreccional y se acrecentaba el activismo violento de la Agrupación Escolar Tradicionalista (AET)―. Alcanzaron un principio de acuerdo el 12 de septiembre con el “pacto de Territet” (por el nombre de la localidad suiza donde se firmó), según el cual ambas dinastías borbónicas colaborarían en la destrucción de la República y dejarían que unas futuras Cortes constituyentes eligieran al nuevo rey. El 2 de octubre falleció don Jaime siendo nombrado como sucesor su tío Alfonso Carlos de Borbón, quien se entrevistó con el exrey Alfonso XIII al mes siguiente. En enero de 1932 Alfonso XIII reconocía a su «amado tío» don Alfonso Carlos como «jefe de la familia» y aceptaba «aquellos principios fundamentales que en nuestro régimen tradicional se han exigido a todos los Reyes con anteposición de los derechos personales», además de aprovechar la ocasión para afirmar que la República estaba «inspirada y patrocinada por el comunismo, la masonería y el judaísmo».
Los monárquicos también buscaron apoyos en el exterior, concretamente en la Italia fascista. Aunque hubo un contacto en septiembre de 1931 ―el cónsul italiano en Sevilla informó a su gobierno de que españoles «dignos de toda confianza» le habían revelado que se estaba fraguando un movimiento militar antirrepublicano―, el primero relevante tuvo lugar en febrero de 1932 cuando el general monárquico Emilio Barrera, que desde finales de 1931 había asumido como teniente general más antiguo la presidencia de una junta militar golpista, se entrevistó con el embajador italiano en Madrid, el conde Ercole Durini Di Monza. A este el general Barrera le comunicó que el movimiento militar antirrepublicano estaba muy avanzado y que su propósito era llevar al poder a hombres que se opusieran al «bolchevismo». El segundo contacto tuvo lugar en abril en Roma a donde había viajado el aviador monárquico Juan Antonio Ansaldo. Este se entrevistó con el líder fascista Italo Balbo a quien pidió apoyo diplomático y financiero para el «alzamiento militar» que estaba preparando el general Sanjurjo, en cuyo nombre dijo hablar Ansaldo. Le pidió también el envío de doscientas ametralladoras, pero estas nunca llegaron.
Desde su destitución el 1 de febrero de 1932 como director general de la Guardia Civil (pasando a ocupar la Dirección General de Carabineros, un cargo de menor rango y sin competencias en orden público) a causa de su justificación de la brutal actuación de la Guardia Civil en los sucesos de Arnedo y de sus críticas al gobierno, el general Sanjurjo se había unido a las tramas conspirativas monárquicas. En las Cortes había habido duras intervenciones contra la Guardia Civil y también contra el propio Sanjurjo, en especial las de la diputada socialista Margarita Nelken, mientras que la derecha empezó a celebrarlo como un héroe con gritos de «¡Viva Sanjurjo!» acompañados de «¡Viva Cristo rey!» o «¡Viva España!». El inicio del debate en las Cortes del proyecto de Estatuto de Cataluña a principios de mayo dio un mayor impulso a la conjura de las derechas que se había visto reforzada con la autoridad moral que aportaba la incorporación del general Sanjurjo.
Un revés para la trama fue el cierre del periódico militarista y antirrepublicano La Correspondencia Militar y la destitución de sus puestos de tres generales en activo implicados en la conspiración como consecuencia del «incidente de Carabanchel» (en una comida de confraternización celebrada en el campamento de Carabanchel el general de división Federico Caballero García había criticado la política militar y autonomista del gobierno en su discurso, el general Rafael Villegas, más comedido, terminó su intervención con un «¡Viva España!» y no con el obligado «¡Viva la República!» y el general Manuel Goded, jefe del Estado Mayor, cerró la suya llamando a los asistentes a vitorear con un «Un viva único: ¡Viva España»; los militares republicanos presentes informaron al gobierno del desplante al régimen que habían presenciado y el presidente del gobierno y ministro de la Guerra Manuel Azaña los cesó a los tres). Finalmente, aunque no contaban con suficientes guarniciones comprometidas, la junta de generales encabezada por el general Barrera decidió llevar a cabo la sublevación y fijó la fecha del 10 de agosto. Fue un completo fracaso «por su planteamiento de pronunciamiento y porque no contó con apoyos ni medios suficientes, ni militares ni civiles».
«Este fracaso sirvió de enseñanza para muchos de los conspiradores que quedaban libres. La conjura que lograse conquistar el poder necesitaba un movimiento militar planificado, el apoyo de una mayoría de oficiales en activo y fondos suficientes», afirma Pilar Mera Costas. Paul Preston coincide con esta valoración pues según este historiador británico del fracaso de la «Sanjurjada» la derecha antirrepublicana extrajo tres importantes lecciones que aplicarían en la sublevación de julio de 1936: «que un golpe militar no podía triunfar sin el apoyo de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto»; que durante el mismo había que «silenciar de inmediato a las autoridades municipales republicanas y a los líderes sindicales» y que se necesitaba una buena planificación.
Las consecuencias del fracaso de «La Sanjurjada» del 10 de agosto de 1932
Tras el fracaso de la Sanjurjada del 10 de agosto de 1932 ―la pena de muerte del general Sanjurjo fue conmutada por la de prisión por el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora a petición del gobierno republicano-socialista presidido por Manuel Azaña― se abrió un agitado debate entre la derecha antirrepublicana sobre la táctica a seguir. En la I Asamblea General de Acción Popular (nueva denominación de Acción Nacional desde abril de 1932), celebrada los días 22 y 23 de octubre, se impuso la posición «accidentalista» de acatamiento al régimen republicano y de rechazo a los movimientos sediciosos que quisieran derribarlo por la fuerza, amenazando con la expulsión a los afiliados que participaran en ellos. En el acto de clausura José María Gil Robles advirtió: «se engañan aquellos que creen que nuestra organización es un escudo de legalidad detrás del cual puedan acogerse actitudes violentas». Como ha destacado Paul Preston, «Gil Robles, tras el fracasado levantamiento del 10 de agosto, reforzó el compromiso de Acción Popular con la táctica legal».
Los monárquicos alfonsinos, que en la asamblea de Acción Popular (AP) habían defendido que las formas de gobierno no eran un asunto secundario y menos en España donde la República era una «doctrina revolucionaria», se plantearon abandonarla y uno de sus líderes Antonio Goicoechea, que en el momento de celebrarse la asamblea estaba en la cárcel por su participación en la «Sanjurjada», dimitió más tarde de la Junta de gobierno de AP ―la réplica de los «accidentalistas» encabezados por Gil Robles fue lanzar una propuesta confederal que daría nacimiento a la CEDA en marzo de 1933―. Sin embargo, en la carta que le escribió Gil Robles a Goicoechea le indicó que la incompatibilidad de sus respetivas posturas «no es por razón de ideología o posición política respecto al problema de las formas de gobierno, sino por razones de táctica». De todas formas Goicoechea de momento no se dio de baja de Acción Popular.
En septiembre, un mes antes de la celebración de la Asamblea de AP, los monárquicos alfonsinos, tanto del exilio como del interior, se habían reunido en París ―lugar de residencia del exrey Alfonso XIII en aquel momento, donde contaba con la asistencia del exembajador José Quiñones de León― para definir la estrategia a seguir tras el fracaso de la Sanjurjada. Acordaron, en primer lugar, «difundir mediante el esfuerzo intelectual, principalmente de la juventud, la doctrina monárquica, exponiéndola sistemáticamente y modernizándola» a través del grupo de Acción Española, y a continuación,
…preparar un golpe de fuerza para lo cual debería hacerse una doble gestión: una propaganda en el Ejército, que el 10 de agosto había demostrado no estar suficientemente convencido de la gravedad del problema de España y de la necesidad de resolverlo fuera de las vía legales; y buscar apoyos en el extranjero, principalmente en Italia.
Por último, «constituir un partido oficial y aparentemente legal que ayudase a la propaganda de la doctrina monárquica y, en general de los ideales de la derecha». Ese partido fue Renovación Española, cuyo manifiesto programa apareció el 13 de enero de 1933 y su constitución oficial se produjo el 9 de febrero ―su ideología estaba más cercana al maurismo conservador que al carlismo o al fascismo, y el nuevo partido se inspiraba en el proyecto legitimista de l’Action Française, según Eduardo González Calleja―. Sus propósitos subversivos los dejó bien claros uno de sus promotores Pedro Sáinz Rodríguez cuando en un homenaje a José María Pemán en el Hotel Ritz defendió la necesidad de asaltar el Estado porque «vivimos en guerra. ¡Milagro de Dios! Porque a la guerra deben Italia, Alemania, Portugal, Polonia y otros pueblos la ventura infinita de haber sacudido el espantapájaros parlamentario». En ese mismo acto se leyó un mensaje del exiliado José Calvo Sotelo ―quien ya había comenzado su viraje hacia el fascismo al que consideraba «la buena nueva, vertiginosamente difundida por media Europa ya»― que terminaba diciendo: «Lucharemos… hasta que rematemos con una proscripción visceral de la mentira democrática y el nihilismo marxista». El líder del partido era Antonio Goicoechea. El día 20 de febrero nacía la oficina electoral TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española) encargada de coordinar a alfonsinos y carlistas.
El acuerdo con la Italia fascista de marzo de 1934
Según Eduardo González Calleja, Renovación Española (RE) «se convirtió desde su fundación en la tapadera para la organización de un complot militar, a pesar de las protestas de actuación legal reflejadas en el artículo 2º de sus Estatutos». Ángel Viñas, comparte plenamente esta valoración pues considera que RE «sirvió de tapadera que encubrió las actuaciones clandestinas de la conspiración». Viñas aporta como prueba la carta que Goicoechea escribió al conde de los Andes, cabeza de los monárquicos del exilio, el 18 de febrero de 1933, poco después de la constitución de RE, en que mostraba su acuerdo con la «investidura de jefe militar de la organización» del general Sanjurjo ―que en aquel momento seguía preso en el penal de El Dueso―, rogándoles a continuación que «se hagan cargo de la unificación de todas las gestiones que en pro de nuestras intenciones se realicen fuera de España» y que colaboren con los generales que «ahí en Francia están ahora»: los generales Barrera, Ponte y González Carrasco, «meritísimos compatriotas» «a los que tanto debe ya la Patria, y de los que aún se espera días de gloria».
Para la preparación del nuevo «golpe de fuerza» que acabara con la República se constituyó en París un comité integrado por los monárquicos huidos de la ‘’Sanjurjada’’ que se reunía en las habitaciones que José Calvo Sotelo tenía en el hotel Mont Thabor. Tres de ellos (Francisco Moreno y Herrera, marqués de Eliseda, Juan Antonio Ansaldo y Eugenio Vegas Latapié) reanudaron los contactos con los militares conservadores y «antiazañistas» a través de los hermanos Jorge Vigón y Juan Vigón y del teniente coronel Valentín Galarza, encargado este último de reclutar altos mandos para la futura insurrección ―Galarza «con el tiempo sería el principal engranaje entre la trama civil y militar» de la conspiración―.
El exrey Alfonso XIII aprobó en octubre de 1932 los planes de los conspiradores, aunque sin abandonar la opción «accidentalista» que encabezaba Gil Robles. También los autorizó a recaudar fondos «en su augusto su nombre» ―y él mismo aportó dinero― y pronto consiguieron reunir un millón y medio de pesetas entre los monárquicos y aristócratas exiliados ―la mayoría de los cuales habían fijado su residencia en Biarritz― que se utilizaría para la compra de armas en el extranjero y para financiar operaciones en el interior de España ―cada mes se entregaban 5000 pesetas a Galarza para mantener la propaganda en los cuarteles (operación de la que nacería la Unión Militar Española, UME) y para financiar la red organizada por Jorge Vigón de informadores infiltrados en la policía encabezada por Santiago Martín Báguenas; asimismo se proporcionaba dinero a los nacientes grupos fascistas―. Según Ángel Viñas, el banquero Juan March, que ya había contribuido con dinero a La Sanjurjada, aportó dos millones de pesetas. A mediados de febrero de 1933 se reconoció al general Sanjurjo, en esos momentos en prisión, como cabeza militar in absentia de la conspiración, en detrimento del general Emilio Barrera, cada vez más enfrentado a Calvo Sotelo, mientras que el liderazgo político lo ostentaría Antonio Goicoechea.
El apoyo de la Italia fascista era uno de los elementos esenciales de la conspiración. Los contactos de los monárquicos alfonsinos con los fascistas italianos se remontaban a los preparativos de la Sanjurjada, cuando en abril de 1932 el aviador Juan Antonio Ansaldo visitó Roma por mandato del general Miguel Ponte y consiguió que se enviaran armas y municiones a los conjurados, aunque no llegaron a tiempo. El nuevo embajador italiano en Madrid Raffaele Guariglia, nombrado a fines de 1932, recibió la orden de mantener contactos discretos con todos los grupos antirrepublicanos. En febrero de 1933 Calvo Sotelo viajó a Roma desde París en compañía de Ansaldo donde se entrevistaron con Italo Balbo y con Mussolini ―aunque existen dudas de que efectivamente se reunieran con el Duce―, pero no obtuvieron ningún compromiso concreto, aunque volvieron «muy satisfechos de su cometido». A finales de 1933 Calvo Sotelo, provisto de un pasaporte falso, y Ansaldo volvieron a reunirse en Roma con Balbo y posiblemente también con Mussolini para «ponerse de acuerdo sobre la posible ayuda política y militar en caso de alzamiento». Fue el paso previo al acuerdo del 31 de marzo de 1934. En un informe enviado a Roma por el embajador italiano en Madrid Raffaele Guariglia este señalaba a Calvo Sotelo como «un importante representante por sus tendencias filofascistas». «Quien sabe si él no podría iniciar o realizar esa obra de reeducación política y social del pueblo español que... llegue, como en Italia, a crear las verdaderas bases del Estado moderno», añadió.
Cuando se convocaron las elecciones generales de España de 1933 los monárquicos alfonsinos tanto del exilio como del interior (encuadrados estos últimos en Renovación Española) confiaban en que el Parlamento que surgiera de las urnas en noviembre fuera «el último de sufragio universal por luengos años» y que sería sustituido por un Estado «totalitario» que controlaría «los intereses inmanentes del pueblo», según el ejemplo de la Alemania nazi y la Italia fascista. Por su parte el líder de la CEDA José María Gil Robles durante la campaña electoral proclamó lo siguiente: «A nuestra generación le está encomendado hacer una Patria nueva, depurada de masones y judaizantes… Para la realización de nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. El Parlamento, cuando llegue el momento, se somete o desaparece. La democracia será un medio, pero no un fin». Tras el triunfo de las derechas en las elecciones ―en las que los alfonsinos consiguieron 13 diputados, uno de ellos para Calvo Sotelo que no ocuparía su escaño hasta mayo de 1934 cuando volvió a España acogiéndose a la amnistía aprobada por el gobierno de Alejandro Lerroux― arreciaron los llamamientos a una actuación de fuerza, como el que hizo Calvo Sotelo desde París, pero la CEDA, el partido más votado, no siguió estos planteamientos y buscó el acuerdo con los republicanos «no marxistas», lo que indignó a Renovación Española. Pedro Sainz Rodríguez llegó a hacer un llamamiento a repetir las «guerras santas» carlistas.
En cuanto al carlismo, el pretendiente Alfonso Carlos de Borbón nombró al coronel José Enrique Varela ―convertido al tradicionalismo durante su estancia en prisión por su participación en la Sanjurjada― jefe del Requeté con la misión de reorganizarlo, aunque el nombramiento se mantuvo en secreto al tratarse de un militar en activo. Ya desde la cárcel Varela redactó unas Ordenanzas y Reglamentos del Requeté que fueron aplicadas inmediatamente y que querían dotarlo de una estructura inspirada en la militar ―desde su creación a inicios del siglo XX el requeté había estado constituido por grupos descoordinados y autónomos―. «Varela pensaba que la existencia de un grupo civil organizado de forma paramilitar a escala nacional y presto para la lucha en campo abierto era un requisito imprescindible para el triunfo de un futuro golpe militar. En esto coincidía con Sanjurjo…». En mayo de 1933 la Junta General Carlista acordó que los trabajos parlamentarios y «de acción» debían ir «paralelos, aunque supeditados en cuanto a su finalidad a lo último». En las elecciones de noviembre de 1933 el carlismo obtuvo 21 diputados elegidos en el seno de la «unión de derechas».
El sábado 31 de marzo de 1934 los monárquicos alfonsinos, representados por Antonio Goicoechea y por el general Emilio Barrera ―¿enviados por Calvo Sotelo que en aquellos días estaba en Roma?―, y los carlistas, representados por Antonio Lizarza y Rafael Olazábal, se entrevistaron en Roma con Mussolini quien les prometió la entrega de armamento ―10 000 fusiles, 200 ametralladoras y 10 000 bombas de mano― y de un millón y medio de pesetas ―que los emisarios de las derechas monárquicas españolas fueran recibidos por el propio Mussolini «es una ilustración del interés con el que contemplaba el asunto», según Ángel Viñas―. Tras la audiencia con Mussolini, Italo Balbo firmó el acuerdo definitivo por el que Italia se comprometía a reconocer «en cuanto fuera internacionalmente posible» al nuevo régimen que surgiera tras el triunfo de la conspiración contra la República ―¿una regencia detentada probablemente por un militar?―, además de colaborar con él para propiciar «la completa restauración de la Monarquía», sin especificar quién detentaría la corona, si el exrey Alfonso XIII, si este no abdicaba antes en su hijo Juan de Borbón y Battenberg, o el pretendiente carlista Alfonso Carlos de Borbón. Al día siguiente Olazábal recibió el primer pago de 500 000 pesetas ―más tarde recibiría el millón restante―, pero las armas nunca llegarían porque Mussolini perdió interés en la desestabilización de España cuando su prioridad pasó a ser el acercamiento a Francia en vistas a la invasión de Etiopía. El documento original del pacto quedó en manos italianas y Goicoechea redactó un acuerdo adicional entre los representantes españoles que fue depositado en una caja de seguridad del banco Credito Italiano de Roma. La copia que hizo Goicoechea del acuerdo adicional fue ratificada por el propio Goicoechea, por el líder alfonsino José Calvo Sotelo ―que el 4 de mayo había vuelto a España acogiéndose a la amnistía decretada por el gobierno de Alejandro Lerroux― y el líder de la Comunión Tradicionalista, el conde de Rodezno ―que pronto sería reemplazado por Manuel Fal Conde―, en la sede del Congreso de los Diputados de Madrid (este documento sería encontrado por los republicanos, según las distintas versiones, en el domicilio de Antonio Goicoechea o en la sede de Renovación Española, en plena guerra civil y difundido ampliamente tanto en la zona republicana como en el extranjero causando un gran escándalo: el corresponsal Jay Allen lo publicó en The Washington Post). En el acuerdo se decía:
En el caso de que por las circunstancias políticas de España hubiese un alzamiento contra la República, el Gobierno de Italia le auxiliaría, prestándole apoyo incluso militar si ello llegara a ser necesario.
Pocos días después Antonio Goicoechea y el marqués de Luca de Tena, director y propietario del diario monárquico ABC, informaron del acuerdo al exrey Alfonso XIII, que rechazó con vehemencia la posible abdicación a favor de su hijo Juan, una alternativa que pretendía unificar a los monárquicos alfonsinos y a los carlistas. Según Javier Rodrigo, el pacto firmado por los monárquicos con la Italia fascista tenía como contrapartida el compromiso de que caso de hacerse la conspiración monárquica con el poder España no firmaría ningún tipo de acuerdo con Francia.
Se desconoce cuál de las dos partes, la italiana o la española, tomó la iniciativa para el acuerdo, pero Ángel Viñas se inclina por el origen italiano del mismo, basándose en un informe del embajador italiano en Madrid Guariglia enviado a Roma sobre el resultado de las elecciones de noviembre en el que destacó que el ganador Gil Robles había expresado sus «reservas, cuando no su oposición» a la introducción de las «doctrinas fascistas», lo que contrastaba con las «tendencias filofascistas» del otro líder de las derechas, Calvo Sotelo, quien nada más volver a España el 4 de mayo de 1934 declaró que el régimen «demo-parlamentario» conducía, «con velocidad astronómica», a la «dictadura roja y regresiva».
Por otro lado, el acuerdo con la Italia fascista también incluía el entrenamiento en Italia de fuerzas paramilitares monárquicas. En aplicación del mismo el 20 de julio de 1934 llegó el primer contingente de quince requetés carlistas. En los meses siguientes llegaron nuevas expediciones. En total se calcula que fueron unos 500 «peruanos» ―que así fueron camuflados― los que recibieron instrucción en Italia (y algunos en la colonia italiana de Tripolitania), y que cuando volvieron a España se convirtieron en instructores de requetés en el manejo de armas y de explosivos y en la realización de determinados supuestos tácticos. Ángel Viñas, considera «el acuerdo con Italia de 1934» «un primer punto culminante en la evolución de las fuerzas antidemocráticas españolas para asegurar sus fines».
El 23 de abril las Juventudes de Acción Popular (JAP) realizaron un gran mitin en el monasterio de El Escorial, donde están enterrados los reyes de España, lo que fue considerado por la izquierda como una provocación antirrepublicana. Los 20 000 asistentes juraron lealtad a Gil Robles, «nuestro jefe supremo», y gritaron al unísono «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!». Después se recitaron los diecinueve puntos del programa de las JAP, con especial hincapié en el segundo: «Los jefes no se equivocan». Tomó la palabra Luciano de la Calzada, diputado de la CEDA por Valladolid, que dijo:
España es una afirmación en el pasado y una ruta hacia el futuro. Solo quien viva esa afirmación y camine por esa ruta puede llamarse español. Todo lo demás (judíos, heresiarcas, protestantes, comuneros, moriscos, enciclopedistas, afrancesados, masones, krausistas, liberales, marxistas) fue y es una minoría discrepante al margen de la nacionalidad, y por fuera y frente a la Patria es la anti-Patria.
El 20 de agosto de 1934 Antonio Goicoechea, líder de Renovación Española, renovó el pacto alcanzado el año anterior con el líder de Falange Española José Antonio Primo de Rivera por el que este partido había recibido una cuantiosa ayuda económica a cambio del control virtual de los monárquicos sobre sus milicias y sindicatos, como la Central Obrera Nacional-Sindicalista (CONS) y el Sindicato Español Universitario (SEU). El pacto de 1933 entre Goicoechea y Primo de Rivera, plasmado en los llamados «Diez Puntos de El Escorial» que proponían como objetivo común la instauración de un Estado autoritario y corporativo y que incluían la legitimación de la violencia «al servicio de la razón y de la justicia», lo habían firmado antes de la fundación de Falange. Designaron como enlace a Pedro Sainz Rodríguez. La ayuda económica de Renovación Española a Falange se justificaba por realizar esta «una obra patriótica de índole nacional que por sus características combativas puede llegar a suplir, frente al poderío y violencia marxistas, las funciones del Estado, hoy vergonzosamente abandonadas por el estado republicano».
Sin embargo, tras la Revolución de octubre de 1934 Renovación Española dejó de financiar a Falange al volcar todos sus recursos en el lanzamiento del Bloque Nacional, fundado el 10 de diciembre ―y en el que Falange no quiso integrarse―, lo que dejó al partido de Primo de Rivera en una difícil situación económica, que se agravó aún más por la salida de Falange de los monárquicos para sumarse al Bloque ―en desacuerdo con el punto 25 de los Puntos Programáticos de Falange que establecía la separación de la Iglesia y el Estado: «La Iglesia y el Estado recordarán sus facultades respectivas, sin que se admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional»―, ya que ellos eran sus principales cotizantes, con el marqués de la Eliseda al frente, que había calificado el punto 25 como «francamente herético». Otra de las consecuencias fue la expulsión del partido de Ramiro Ledesma en enero de 1935 tras fracasar en su intento de desgajar a las JONS ―y a la CONS― de Falange. La ayuda económica de la Italia fascista fue la que finalmente permitiría la continuidad de Falange. Cincuenta mil liras mensuales, que al poco tiempo se redujeron a la mitad hasta que se canceló la ayuda en abril de 1936, tras el encarcelamiento de José Antonio Primo de Rivera y la ilegalización de Falange.
El conato de golpe de Estado de octubre-noviembre de 1934
Aprovechando la presencia de tropas del Ejército de África en Asturias para reprimir la sublevación de los mineros de octubre de 1934 hubo un amago de golpe de Estado como reacción a la conmutación de las penas de muerte de los militares implicados en la Proclamación del Estado Catalán de 1934: el teniente coronel de Seguridad Juan Ricart, el capitán Federico Escofet y el comandante Enrique Pérez Farrás. El gobierno de Alejandro Lerroux lo había decidido, a pesar de la oposición de los tres ministros de la CEDA ―partido que llegó a pedir en las Cortes la «incompatibilidad moral» de la cámara con la izquierda―, de conformidad con el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora. La iniciativa del golpe la tomó el jefe de una de las columnas del Ejército de África, el teniente coronel Juan Yagüe, miembro de Falange, que ya había hablado con el general Mola al que había pedido que mandara «a sus casas a todos los ineptos arrivistas [sic] que nos mandan y emplear a los verdaderamente militares».
El 20 de octubre Yagüe contactó con el general Sanjurjo para que, con la ayuda de Valentín Galarza, Jorge Vigón y el aviador Juan Antonio Ansaldo, viajara a Oviedo desde su exilio en Estoril para encabezar las fuerzas militares que habían llevado a cabo la represión de la revolución asturiana y dirigirse desde allí hacia Madrid ―precisamente algunos líderes monárquicos como Ramón Serrano Suñer y Santiago Fuentes Pila se encontraban en Oviedo esos días―. «El plan era descabellado», según Ángel Viñas, pero fue la posición contraria del general Franco, que desde Madrid había dirigido las operaciones en Asturias, y de otros jefes del Estado Mayor la que hizo fracasar la iniciativa al considerarla inoportuna y prematura. «Lo cierto era que, según los observadores más avezados de la situación política, a la altura del 20 de octubre España estaba al borde de una dictadura militar, con Alcalá Zamora negociando desesperadamente con el Ejército para evitar el fusilamiento de los condenados a muerte», afirma Eduardo González Calleja. El día 19 de octubre el general Fanjul y el general Goded se habían entrevistado con un diputado de la CEDA quien, tras consultar con Gil Robles, les sugirió que contactaran con otros generales y jefes de las guarniciones para intentar poner a Alcalá Zamora «en la frontera». Volvieron al día siguiente para decirle que no contaban con los suficientes respaldos para un golpe.
A mediados de noviembre volvieron los rumores de golpe de Estado. El general Fanjul y el general Goded se proponían utilizar de nuevo a las tropas del Ejército de África que seguían acantonadas en Asturias como fuerza de choque. Esta iniciativa de Goded y Fanjul, quienes nuevamente contactaron con el líder de la CEDA José María Gil Robles al que pidieron un política más dura y al que incluso plantearon que los tres ministros cedistas abandonaran el gobierno para impedir la «impunidad de los revolucionarios», coincidió con la ofensiva de los monárquicos y de la CEDA en el parlamento contra los dos ministros del partido de Lerroux a los que se hacía directamente «responsables» de lo sucedido, Ricardo Samper de Estado y Diego Hidalgo de Guerra. Estos se vieron obligados a dimitir el 16 de noviembre. En ese contexto José Calvo Sotelo pronunció un discurso en las Cortes adulando al Ejército al que, tras afirmar que era el «honor de España», lo llamó «columna vertebral» «de la Patria», que «si se quiebra, si se dobla, si cruje, se dobla o cruje con él España». Finalmente el golpe militar no se produjo porque, según Eduardo González Calleja, «los altos mandos del Ejército, entre los que se incluía Franco, recomendaron prudencia, ya que aún no existían condiciones objetivas para apoyar un golpe de Estado de forma unánime».
Así lo reconoció años más tarde Gil Robles: «Era dudoso que existiera entonces en el seno de las fuerzas armadas la necesaria unidad interna y la fuerza precisa para acometer la delicada tarea de restaurar el orden social». En un memorando entregado a Mussolini por Antonio Goicoechea en la reunión que mantuvieron ambos en Roma el 11 de octubre de 1935 se hacía responsable del fracaso a Gil Robles: «La CEDA y su jefe Gil Robles han cometido el enorme error, que pudiera llegar a ser histórico, de no utilizar la enorme reacción nacional ante el fracaso revolucionario para intentar algo definitivo. Perdieron la oportunidad en noviembre…».
El enfrentamiento entre los dos partidos coaligados en el gobierno, el Partido Republicano Radical y la CEDA, volvió a reproducirse en marzo de 1935 cuando se dictaron las sentencias a la pena capital de los líderes revolucionarios de Asturias Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña. El diario católico El Debate, órgano oficioso de la CEDA, declaró que el perdón «sería una burla de la ley, un escarnio de las víctimas de la revolución de octubre». Por su parte Gil Robles amenazó con romper la coalición, pero Alejandro Lerroux, con el apoyo de Alcalá Zamora, mantuvo su decisión de conmutar las penas de muerte. La respuesta fue la retirada del gobierno de los tres ministros de la CEDA el 29 de marzo porque, como dijo uno de ellos, el ministro de Justicia Rafael Aizpún, «ese indulto representa un síntoma revelador de un proceso de lenidad en la represión del movimiento subversivo de octubre». La crisis se resolvió un mes después con la entrada de cinco ministros de la CEDA en el gobierno, con Gil Robles al frente del Ministerio de la Guerra.
La primera octavilla de la UME se distribuyó entre los militares españoles después de la Revolución de Octubre de 1934 cuya derrota la atribuía a «un puñado de jefes, oficiales, suboficiales y soldados españoles que tuvo el heroísmo de unirse y dar la batalla a la otra parte antiespañola del Ejército, complicada criminalmente en el atentado contra la Patria» y que estaba integrada por «masones comprometidos». Ese puñado de militares constituía el «auténtico Ejército español», «¡el Ejército español que salvó a España de la Revolución comunista y masónica de octubre!», mientras el Estado estaba «en manos de cobardes y traidores». Ese «auténtico Ejército español» encarnaba la «España eterna» frente a la «eterna Anti-España». La UME denunciaba que España era objeto del «apetito de extranjeros y de sectas insaciables, vengativas», un «Enemigo» que «promueve el separatismo, promueve los nacionalismos regionales, y la ruina del Sentimiento Religioso y la ruina de la Familia española y del Capital y del Trabajo, y el desprecio a la lengua española, y el desprestigio y la cizaña de nuestras fuerzas armadas y de todo cuanto en España haya significado y signifique UNIDAD, UNIÓN». Ese «implacable Enemigo» fue derrotado por el Ejército en octubre, pero «busca la revancha», «prepara un nuevo ataque», «filtrado en los más altos poderes de la república, en los más decisivos resorte del mando y de propaganda». «¡Ya veis españoles, como no se fusila a ningún culpable auténtico de crimen contra la Patria! Ni a Pérez Farrás, ni a Largo, ni a Prieto, ni a Azaña, ni a Teodomiro, ni a Peña. ¡Solo al pobrecito revolucionario engañado, indefenso y anónimo!». La octavilla acababa haciendo un llamamiento a «¡Un Ejército sin traidores! ¡Un Ejército de heroicos e inolvidables españoles!».
La relativa paralización de la conspiración: Gil Robles, ministro de la Guerra (mayo-diciembre de 1935)
La entrada en el gobierno de la CEDA, y sobre todo la de su líder José María Gil Robles al frente del estratégico Ministerio de la Guerra a partir de mayo de 1935, supuso la relativa paralización de la conspiración de las derechas monárquicas a la espera de que la táctica «accidentalista» diera resultado y acabara con la «amenaza marxista», aunque algunos como Antonio Goicoechea expresaron sus dudas: «¿Llegarán a conseguir una desaparición total de las bases de la Constitución de 1931 y la obtención por la vía legal y pacífica, de un estado de cosas que equivalga a una monarquía sin monarca?». Aún más escéptico se mostró José Calvo Sotelo, aunque eso no le impidió colaborar con la CEDA en ocasiones. En el memorando entregado a Mussolini por Goichoechea en la reunión que mantuvieron el 11 de octubre se descalificaba la política de Gil Robles afirmando que se trataba de «una táctica de tipo populista transaccional e impunista que ha asegurado a las fuerzas revolucionarias la posibilidad de reconstruir todos sus elementos de combate». En enero de 1936 Goicoechea volvió a entrevistarse en Roma con Mussolini, pero no ha quedado constancia de lo que hablaron.
Lo que hizo Gil Roles fue nombrar para los puestos clave a militares «africanistas» como los generales Fanjul, Franco, Goded y Mola, y al mismo tiempo relegar a los militares de marcado talante republicano como Miaja, Riquelme, Mangada, Hernández Sarabia o Hidalgo de Cisneros. Esta política de nombramientos estuvo precedida por una iniciativa parlamentaria de la derecha monárquica y que formalmente encabezó el diputado derechista independiente Dionisio Cano López para separar del mando a aquellos generales que fueran masones. Con ello pretendían «neutralizar a los generales republicanos o simplemente disciplinados que obedecían al Gobierno». El 15 de febrero Cano López leyó en las Cortes una lista de 20 generales que según él eran masones, de los que solo cuatro lo eran realmente. Gil Robles aprovechó esta lista más tarde para cesar a seis de ellos: López Ochoa, Martínez Cabrera, Romerales. Riquelme, López Gómez y Urbano Palma (de los que solo López Ochoa era realmente masón).
Gil Robles también nombró a miembros de la UME, como el capitán Luis López Varela, para cargos relevantes ―de hecho la UME hizo público un manifiesto en julio de 1935 en el que aseguró que el Ejército «levantaría una barrera de acero» para impedir que gobernaran los «subversivos»―. Esta política de nombramientos le preocupó al presidente de la República Alcalá Zamora pues le parecía parte de «un designio de entregar el ejército a los enemigos de la República». El propio general Franco reconoció años después «que en este periodo se otorgaron los mandos que un día habían de ser los peones de la cruzada de liberación y se redistribuyeron armas en forma que pudiesen responder a una emergencia». Por su parte la UME valoró muy positivamente las decisiones de Gil Robles «por facilitar el emplazamiento de personal de la organización en mandos, puestos y destinos de importancia y hasta capitales para la acción», hasta el punto que «la Administración central puede decirse que está toda ella intervenida» «para poder actuar si fuera necesario». Lo mismo hizo el general Mola que en una carta al general Sanjurjo, exiliado en Estoril, le dijo:
Creo firmemente que si Gil Robles sigue una temporada larga y no encuentra grandes dificultades en el Parlamento lograremos ¡por fin!, tener un ejército modesto, pero con moral y apto para asegurar la integridad de la Patria y la seguridad del Estado. Temo que el movimiento revolucionario de octubre pasado no sea el último que provoquen las extremas izquierdas.
En cuanto a Falange, José Antonio Primo de Rivera consiguió la ayuda económica de la Italia fascista (30 000 pesetas mensuales que pagaría la embajada italiana en París) tras entrevistarse en Roma con Mussolini el 6 de mayo de 1935, y gracias a la cual el partido empezó a recuperarse en la segunda mitad de ese año ―periodo en el que «ciertos ámbitos conservadores volvieron sus ojos de nuevo a Falange como último dique frente a la revolución» y en el que las acciones violentas del partido se recrudecieron―. La ayuda económica fascista se mantuvo hasta la detención de José Antonio Primo de Rivera en marzo de 1936, aunque según el historiador José Luis Martín Ramos, la entrega de dinero prosiguió por otros medios hasta julio de 1936. En este contexto de recuperación del partido la Junta Política reunida los días 15 y 16 de junio de 1935 en el Parador de Gredos acordó llevar a cabo un «alzamiento» armado contra la República como avanzadilla de un movimiento más amplio de «todos los patriotas de corazón» para el que se esperaba contar con la participación del Ejército ―los falangistas ya habían contactado con la Unión Militar Española (UME) y con algunos militares destinados en el Protectorado de Marruecos―, y si no «nosotros solos». «Tengo el ofrecimiento de diez mil fusiles y de un general [probablemente Sanjurjo]. Medios no nos faltarán. Nuestro deber es ir, por consiguiente y con todas las consecuencias, a la guerra civil», dijo José Antonio Primo de Rivera en la reunión. El plan consistía en organizar una «Marcha sobre Madrid» desde un punto cercano a la frontera portuguesa, probablemente Fuentes de Oñoro. «Pero el plan hubo de ser abandonado por su falta de apoyo en los mandos superiores del Ejército, conscientes de la inoportunidad de un movimiento que debería enfrentarse a un Gil Robles sólidamente instalado en el Ministerio de la Guerra». Al parecer el plan fue retomado a finales de diciembre, teniendo a Toledo como punto de partida para el asalto a Madrid, pero fue descartado por la falta de colaboración del coronel José Moscardó, gobernador militar accidental de la plaza, que lo consultó con el general Franco, entonces jefe del Estado Mayor Central.
El 12 de octubre de 1935 se celebró en Roma la boda entre el infante Juan de Borbón y Batemberg y María de las Mercedes de Borbón y Orleans a la que fueron invitados los monárquicos alfonsinos, ocasión que no desaprovecharon para denigrar a la República y para mantener contactos entre ellos con el fin de intensificar y fortalecer la conspiración antirrepublicana. Entre esos contactos destacó el que mantuvieron Calvo Sotelo y el general Sanjurjo. En el discurso final del banquete de bodas el exrey Alfonso XIII aconsejó a los monárquicos «sin atenuaciones, salvedades ni distingos» apartarse «de los ofuscados, los timoratos y los acomodaticios», en una velada alusión a los miembros de la CEDA presentes. Al día siguiente, tras la marcha en luna de miel de los novios, el exrey advirtió a los presentes que no tenía ninguna intención de abdicar y dirigiéndose directamente a Calvo Sotelo le dijo: «Si tú has fundado el Bloque Nacional, conviene que sepas que Juan y yo somos también bloque». Se despidió con estas palabras: «En adelante, al que me hable de abdicación le tendré por traidor».
Antonio Goicoechea aprovechó su estancia en Roma para entrevistarse de nuevo con Mussolini, que estaba inmerso en la invasión de Etiopía que había comenzado pocos días antes. El líder monárquico llevaba consigo un memorando sobre la situación política española que había acordado con la UME y que los italianos tradujeron para que pudiera leerlo el Duce. Según Ángel Viñas, el memorando era «una invitación a que Mussolini se entrometiera en los asuntos españoles cuanto antes». La reunión con Mussolini tuvo lugar el 11 de octubre, pero no ha quedado constancia de si el Duce aceptó la petición de Goichoechea de proveer de más fondos a los monárquicos y de hacerles llegar las armas prometidas en el acuerdo de 1934 que aún no habían llegado a España, «garantía de una acción rápida, eficaz y definitiva» como se decía en el memorando. Según Ángel Viñas, «de la entrevista se desprende con claridad que los monárquicos y la UME estaban dispuestos a reaccionar por las armas si las izquierdas volvían al poder tras las siguientes elecciones, que en aquel momento no era posible adivinar cuándo se celebrarían».
El mismo día 12 de octubre en que en Roma se reunían los monárquicos con motivo de la boda del infante don Juan, las Juventudes de Acción Popular (JAP), según Paul Preston, revelaban «con toda crudeza el objetivo de la táctica legalista» de Gil Robles:
Con las armas del sufragio y de la democracia, España debe disponerse a enterrar para siempre el cadáver putrefacto del liberalismo. La JAP no cree en el sufragio universal ni en el parlamentarismo, ni en la democracia.
Las razones del fracaso relativo del golpe
Los golpistas de julio de 1936 no triunfaron completamente a diferencia de lo que había ocurrido trece años antes con el golpe de Estado de Primo de Rivera. Santos Juliá destacó hace tiempo las diferencias en las condiciones de los dos golpes que explicarían en gran medida el relativo fracaso del de 1936 y el éxito del de 1923. La primera diferencia fue que los golpistas no contaban con la totalidad del Ejército (ni de la Guardia Civil ni de las otras fuerzas de seguridad). «Las divisiones que se habían manifestado en el seno del propio ejército desde la Dictadura... durante la República habían alcanzado un singular grado de virulencia con la creación de uniones militares enfrentadas por la cuestión del régimen político [la UME, Unión Militar Española, monárquica; y la republicana Unión Militar Republicana Antifascista, UMRA, con una influencia mucho más reducida]. Estas divisiones arruinaban la posibilidad de organizar un golpe apoyado en la totalidad de la corporación militar». Lo contrario de lo que sucedió en 1923. Esta primera diferencia ha sido subrayada por otros historiadores.
La segunda diferencia fue que los golpistas tampoco pudieron contar como en 1923 con la connivencia del jefe del Estado (el rey Alfonso XIII entonces, y el presidente de la República Manuel Azaña ahora). La tercera diferencia era que la actitud de las organizaciones obreras y campesinas no sería de pasividad ante el golpe militar, como en 1923, sino que como habían anunciado desencadenarían una revolución. Por estas razones se fue retrasando una y otra vez la fecha del golpe militar, y por eso, además, el general Mola, «El Director», buscó el apoyo de la «derecha subversiva, monárquicos de Renovación, Tradicionalistas y fascistas de Falange».
En la línea de Santos Juliá, Julián Casanova ha señalado que el «golpe militar encontró resistencia porque la sociedad española de 1936 no era la de 1923. Por ella había pasado la República que abrió la posibilidad histórica de solucionar problemas irresueltos, que encontró importantes factores de inestabilidad y que no puso, o no pudo poner, en marcha los recursos políticos adecuados para solucionarlos. Frente a un nivel de movilización política y social tan amplio como el propiciado por ese escenario, el golpe no podía acabar, como tantas veces en la historia contemporánea de España, en un mero pronunciamiento. Se necesitaba una nueva versión, violenta y definitiva, puesta en marcha ya por el fascismo en otros lugares de Europa, que cerrara la crisis y restaurara, tapándolas de verdad, todas las fracturas abiertas —o agrandadas— por la experiencia republicana».
Por otro lado, el fracaso del golpe selló el fracaso de la derecha política durante la Segunda República. «A la altura de julio de 1936, la CEDA había fracasado en su asalto electoral al poder, como lo había hecho FE de las JONS en su pretensión de convertirse en un partido fascista de masas. Tampoco los tradicionalistas habían conseguido desencadenar por sí mismos la cuarta guerra carlista. Sólo los monárquicos alfonsinos, en tanto que partido del golpe de Estado, pudieron considerar que el 18 de julio constituía el triunfo de su estrategia. Pero el golpe de Estado fracasó también, por eso hubo guerra civil».